MENSAJE
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA 52 JORNADA MUNDIAL
DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES
«La verdad os hará libres» (Jn 8, 32).
Fake news y periodismo de paz
La Jornada Mundial de las comunicaciones sociales
se celebrará el 13 de mayo de 2018, con el tema, «La verdad os hará libres» (Jn
8,32). Fake news y periodismo de paz”.
«La verdad os hará
libres» (Jn 8,32). Fake news y periodismo de paz
Queridos hermanos y hermanas:
En el proyecto de Dios, la
comunicación humana es una modalidad esencial para vivir la comunión. El ser
humano, imagen y semejanza del Creador, es capaz de expresar y compartir la
verdad, el bien, la belleza. Es capaz de contar su propia experiencia y
describir el mundo, y de construir así la memoria y la comprensión de los
acontecimientos.
Pero el hombre, si sigue su propio
egoísmo orgulloso, puede también hacer un mal uso de la facultad de comunicar,
como muestran desde el principio los episodios bíblicos de Caín y Abel, y de la
Torre de Babel (cf. Gn 4,1-16; 11,1-9). La alteración de la
verdad es el síntoma típico de tal distorsión, tanto en el plano individual
como en el colectivo. Por el contrario, en la fidelidad a la lógica de Dios, la
comunicación se convierte en lugar para expresar la propia responsabilidad en
la búsqueda de la verdad y en la construcción del bien.
Hoy, en un contexto de comunicación
cada vez más veloz e inmersos dentro de un sistema digital, asistimos al
fenómeno de las noticias falsas, las llamadas «fake news». Dicho
fenómeno nos llama a la reflexión; por eso he dedicado este mensaje al tema de
la verdad, como ya hicieron en diversas ocasiones mis predecesores a partir de
Pablo VI (cf. Mensaje de 1972: «Los instrumentos de
comunicación social al servicio de la verdad»). Quisiera ofrecer de este modo una
aportación al esfuerzo común para prevenir la difusión de las noticias falsas,
y para redescubrir el valor de la profesión periodística y la responsabilidad
personal de cada uno en la comunicación de la verdad.
¿Qué
hay de falso en las «noticias falsas»?
«Fake news» es un término discutido y también objeto de
debate. Generalmente alude a la desinformación difundida online o
en los medios de comunicación tradicionales. Esta expresión se refiere, por
tanto, a informaciones infundadas, basadas en datos inexistentes o
distorsionados, que tienen como finalidad engañar o incluso manipular al lector
para alcanzar determinados objetivos, influenciar las decisiones políticas u
obtener ganancias económicas.
La eficacia de las fake news se
debe, en primer lugar, a su naturaleza mimética, es decir, a su
capacidad de aparecer como plausibles. En segundo lugar, estas noticias, falsas
pero verosímiles, son capciosas, en el sentido de que son hábiles para capturar
la atención de los destinatarios poniendo el acento en estereotipos y
prejuicios extendidos dentro de un tejido social, y se apoyan en emociones
fáciles de suscitar, como el ansia, el desprecio, la rabia y la frustración. Su
difusión puede contar con el uso manipulador de las redes sociales y de las
lógicas que garantizan su funcionamiento. De este modo, los contenidos, a pesar
de carecer de fundamento, obtienen una visibilidad tal que incluso los
desmentidos oficiales difícilmente consiguen contener los daños que producen.
La dificultad para
desenmascarar y erradicar las fake news se debe asimismo al
hecho de que las personas a menudo interactúan dentro de ambientes digitales
homogéneos e impermeables a perspectivas y opiniones divergentes. El resultado
de esta lógica de la desinformación es que, en lugar de
realizar una sana comparación con otras fuentes de información, lo que podría
poner en discusión positivamente los prejuicios y abrir un diálogo
constructivo, se corre el riesgo de convertirse en actores involuntarios de la
difusión de opiniones sectarias e infundadas. El drama de la desinformación es
el desacreditar al otro, el presentarlo como enemigo, hasta llegar a la
demonización que favorece los conflictos. Las noticias falsas revelan así la
presencia de actitudes intolerantes e hipersensibles al mismo tiempo, con el
único resultado de extender el peligro de la arrogancia y el odio. A esto
conduce, en último análisis, la falsedad.
¿Cómo podemos
reconocerlas?
Ninguno de nosotros puede eximirse de
la responsabilidad de hacer frente a estas falsedades. No es tarea fácil,
porque la desinformación se basa frecuentemente en discursos heterogéneos,
intencionadamente evasivos y sutilmente engañosos, y se sirve a veces de
mecanismos refinados. Por eso son loables las iniciativas educativas que
permiten aprender a leer y valorar el contexto comunicativo, y enseñan a no ser
divulgadores inconscientes de la desinformación, sino activos en su
desvelamiento. Son asimismo encomiables las iniciativas institucionales y
jurídicas encaminadas a concretar normas que se opongan a este fenómeno, así
como las que han puesto en marcha las compañías tecnológicas y de medios de
comunicación, dirigidas a definir nuevos criterios para la verificación de las
identidades personales que se esconden detrás de millones de perfiles
digitales.
Pero la prevención y la
identificación de los mecanismos de la desinformación requieren también un
discernimiento atento y profundo. En efecto, se ha de desenmascarar la que se
podría definir como la «lógica de la serpiente», capaz de camuflarse en todas
partes y morder. Se trata de la estrategia utilizada por la «serpiente astuta»
de la que habla el Libro del Génesis, la cual, en los albores de la
humanidad, fue la artífice de la primera fake news (cf. Gn 3,1-15),
que llevó a las trágicas consecuencias del pecado, y que se concretizaron luego
en el primer fratricidio (cf. Gn 4) y en otras innumerables
formas de mal contra Dios, el prójimo, la sociedad y la creación.
La estrategia de este hábil «padre de
la mentira» (Jn 8,44) es la mímesis, una insidiosa y
peligrosa seducción que se abre camino en el corazón del hombre con
argumentaciones falsas y atrayentes. En la narración del pecado original, el
tentador, efectivamente, se acerca a la mujer fingiendo ser su amigo e
interesarse por su bien, y comienza su discurso con una afirmación verdadera,
pero sólo en parte: «¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del
jardín?» (Gn 3,1). En realidad, lo que Dios había dicho a Adán no
era que no comieran de ningún árbol, sino tan solo de un
árbol: «Del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás» (Gn 2,17).
La mujer, respondiendo, se lo explica a la serpiente, pero se deja atraer por
su provocación: «Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; pero del
fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: “No comáis de
él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis”» (Gn 3,2). Esta
respuesta tiene un sabor legalista y pesimista: habiendo dado credibilidad al
falsario y dejándose seducir por su versión de los hechos, la mujer se deja
engañar. Por eso, enseguida presta atención cuando le asegura: «No, no
moriréis» (v. 4). Luego, la deconstrucción del tentador asume una
apariencia creíble: «Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán
los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal» (v. 5).
Finalmente, se llega a desacreditar la recomendación paternal de Dios, que
estaba dirigida al bien, para seguir la seductora incitación del enemigo: «La
mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y
deseable» (v. 6). Este episodio bíblico revela por tanto un hecho esencial
para nuestro razonamiento: ninguna desinformación es inocua; por el contrario,
fiarse de lo que es falso produce consecuencias nefastas. Incluso una
distorsión de la verdad aparentemente leve puede tener efectos peligrosos.
De lo que se trata, de hecho, es de
nuestra codicia. Las fake news se convierten a menudo en
virales, es decir, se difunden de modo veloz y difícilmente manejable, no a
causa de la lógica de compartir que caracteriza a las redes sociales, sino más
bien por la codicia insaciable que se enciende fácilmente en el ser humano.
Las mismas motivaciones económicas y
oportunistas de la desinformación tienen su raíz en la sed de poder, de tener y
de gozar que en último término nos hace víctimas de un engaño mucho más trágico
que el de sus manifestaciones individuales: el del mal que se mueve de falsedad
en falsedad para robarnos la libertad del corazón. He aquí porqué educar en la
verdad significa educar para saber discernir, valorar y ponderar los deseos y
las inclinaciones que se mueven dentro de nosotros, para no encontrarnos
privados del bien «cayendo» en cada tentación.
«La verdad os hará libres» (Jn 8,32)
La continua contaminación a través de
un lenguaje engañoso termina por ofuscar la interioridad de la persona.
Dostoyevski escribió algo interesante en este sentido: «Quien se miente a
sí mismo y escucha sus propias mentiras, llega al punto de no poder distinguir
la verdad, ni dentro de sí mismo ni en torno a sí, y de este modo comienza a
perder el respeto a sí mismo y a los demás. Luego, como ya no estima a nadie,
deja también de amar, y para distraer el tedio que produce la falta de cariño y
ocuparse en algo, se entrega a las pasiones y a los placeres más bajos; y por
culpa de sus vicios, se hace como una bestia. Y todo esto deriva del continuo
mentir a los demás y a sí mismo» (Los hermanos Karamazov, II,2).
Entonces, ¿cómo defendernos? El
antídoto más eficaz contra el virus de la falsedad es dejarse purificar por la
verdad. En la visión cristiana, la verdad no es sólo una realidad conceptual que
se refiere al juicio sobre las cosas, definiéndolas como verdaderas o falsas.
La verdad no es solamente el sacar a la luz cosas oscuras, «desvelar la
realidad», como lleva a pensar el antiguo término griego que la designa, aletheia (de a-lethès, «no
escondido»). La verdad tiene que ver con la vida entera. En la Biblia tiene el
significado de apoyo, solidez, confianza, como da a entender la raíz ‘aman,
de la cual procede también el Amén litúrgico. La verdad es
aquello sobre lo que uno se puede apoyar para no caer. En este sentido
relacional, el único verdaderamente fiable y digno de confianza, sobre el que
se puede contar siempre, es decir, «verdadero», es el Dios vivo. He aquí la
afirmación de Jesús: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). El
hombre, por tanto, descubre y redescubre la verdad cuando la experimenta en sí
mismo como fidelidad y fiabilidad de quien lo ama. Sólo esto libera al hombre:
«La verdad os hará libres» (Jn 8,32).
Liberación de la falsedad y búsqueda
de la relación: he aquí los dos ingredientes que no pueden faltar para que
nuestras palabras y nuestros gestos sean verdaderos, auténticos, dignos de
confianza. Para discernir la verdad es preciso distinguir lo que favorece la
comunión y promueve el bien, y lo que, por el contrario, tiende a aislar,
dividir y contraponer. La verdad, por tanto, no se alcanza realmente cuando se
impone como algo extrínseco e impersonal; en cambio, brota de relaciones libres
entre las personas, en la escucha recíproca. Además, nunca se deja de buscar la
verdad, porque siempre está al acecho la falsedad, también cuando se dicen
cosas verdaderas. Una argumentación impecable puede apoyarse sobre hechos
innegables, pero si se utiliza para herir a otro y desacreditarlo a los ojos de
los demás, por más que parezca justa, no contiene en sí la verdad. Por sus
frutos podemos distinguir la verdad de los enunciados: si suscitan polémica,
fomentan divisiones, infunden resignación; o si, por el contrario, llevan a la
reflexión consciente y madura, al diálogo constructivo, a una laboriosidad
provechosa.
La paz es la
verdadera noticia
El mejor antídoto contra las
falsedades no son las estrategias, sino las personas, personas que, libres de
la codicia, están dispuestas a escuchar, y permiten que la verdad emerja a
través de la fatiga de un diálogo sincero; personas que, atraídas por el bien,
se responsabilizan en el uso del lenguaje. Si el camino para evitar la
expansión de la desinformación es la responsabilidad, quien tiene un compromiso
especial es el que por su oficio tiene la responsabilidad de informar, es
decir: el periodista, custodio de las noticias. Este, en el mundo
contemporáneo, no realiza sólo un trabajo, sino una verdadera y propia misión.
Tiene la tarea, en el frenesí de las noticias y en el torbellino de las
primicias, de recordar que en el centro de la noticia no está la velocidad en
darla y el impacto sobre las cifras de audiencia, sino las personas.
Informar es formar, es involucrarse en la vida de las personas. Por eso la
verificación de las fuentes y la custodia de la comunicación son verdaderos y
propios procesos de desarrollo del bien que generan confianza y abren caminos
de comunión y de paz.
Por lo tanto, deseo dirigir un
llamamiento a promover un periodismo de paz, sin entender con esta
expresión un periodismo «buenista» que niegue la existencia de problemas graves
y asuma tonos empalagosos. Me refiero, por el contrario, a un periodismo sin
fingimientos, hostil a las falsedades, a eslóganes efectistas y a
declaraciones altisonantes; un periodismo hecho por personas para personas, y
que se comprende como servicio a todos, especialmente a aquellos – y son la
mayoría en el mundo– que no tienen voz; un periodismo que no queme las
noticias, sino que se esfuerce en buscar las causas reales de los conflictos,
para favorecer la comprensión de sus raíces y su superación a través de la
puesta en marcha de procesos virtuosos; un periodismo empeñado en indicar
soluciones alternativas a la escalada del clamor y de la violencia
verbal.
Por eso, inspirándonos en una oración
franciscana, podríamos dirigirnos a la Verdad en persona de la siguiente
manera:
Señor, haznos instrumentos de tu paz.
Haznos reconocer el mal que se
insinúa en una comunicación que no crea comunión.
Haznos capaces de quitar el veneno de
nuestros juicios.
Ayúdanos a hablar de los otros como
de hermanos y hermanas.
Tú eres fiel y digno de confianza;
haz que nuestras palabras sean semillas de bien para el mundo:
donde hay ruido, haz que
practiquemos la escucha;
donde hay confusión, haz que
inspiremos armonía;
donde hay ambigüedad, haz que
llevemos claridad;
donde hay exclusión, haz que llevemos
el compartir;
donde hay sensacionalismo, haz que
usemos la sobriedad;
donde hay superficialidad, haz que
planteemos interrogantes verdaderos;
donde hay prejuicio, haz que
suscitemos confianza;
donde hay agresividad, haz que
llevemos respeto;
donde hay falsedad, haz que llevemos
verdad.
Amén.
Vaticano, 24 de enero de 2018
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